viernes, 11 de marzo de 2011

Hoy, un par de cuentos del Marqués de Sade.

Dos semanas de cuentos de Saki y creo que ha llegado el momento de dar un paso hacia mis cuentos mas atrevidos. Bueno, no demasiado, pero ya apuntan maneras y avanzamos así hacia territorios muy interesantes.

Quienes creen que el marqués de Sade no era más que un libertino que escribía historias horribles que sólo pueden gustar a otros libertinos, harían bien en leer Cuentos, historietas y fábulas del siglo XVIII, libro del que he extraido los dos relatos de hoy y que me he tomado la libertad de unir en uno sólo. La mayor parte de los cuentos tratan sobre cornudos, curas libertinos, y demás personajes típicos de los cuentos picantes.

Estas características, que para el lector convencional quizás resulten atractivas, seguramente decepcionarán un poco a quien esté acostumbrado a sus otras obras. No es que este libro resulte malo; es divertido y está bien escrito, pero no tiene la grandeza de La filosofía en el tocador o Las 120 jornadas de Sodoma.

No es, sin duda, la obra más representativa del marqués ni la mejor, pero sí la más divertida y agradable. También es un complemento perfecto de las otras, porque demuestra la versatilidad y la calidad del Marqués de Sade, y da al conjunto de su obra un mayor equilibrio que la hace más grande.

Nada más a añadir, estrenamos relatos algo eróticos, con un Marques de Sade divertido, entretenido y, sorprendentemente, casi para todos los públicos.

Hoy, del Marques de Sade, Hay sitio para los dos y La mojigata o el encuentro inesperado, en una adaptación libre de Lucía Jones.

Una hermosísima burguesa de la calle Saint-Honoré, de unos veinte años de edad, rolliza, regordeta, con las carnes más frescas y apetecibles, de formas bien torneadas aunque algo abundantes y que unía a tantos atractivos presencia de ánimo, vitalidad y la más intensa afición a todos los placeres que le vedaban las rigurosas leyes del himeneo, se había decidido desde hacía un año aproximadamente a proporcionar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no sólo le asqueaba profundamente, sino que, para colmo, tan mal y tan rara vez cumplía con sus deberes de esposo que, tal vez, un poco mejor desempeñados hubieran podido calmar a la exigente Dolmène, que así se llamaba nuestra burguesa.

Así, Dolmène no tenía nada mejor organizado que las citas concertadas con estos dos amantes: a Des-Roues, joven militar, le tocaba de cuatro a cinco de la tarde, y de cinco y media a siete era el turno de Dolbreuse, joven comerciante con la más hermosa figura que se pudiera contemplar.

Resultaba imposible fijar otras horas, eran las únicas en que la señora Dolmène estaba tranquila: por la mañana tenía que estar en la tienda, por la tarde a veces tenía que ir allí igualmente o bien su marido regresaba y había que hablar de sus negocios. Además, la señora Dolmène había confesado a una amiga que ella prefería que los momentos de placer se sucedieran así de seguidos:

- El fuego de la imaginación no se apaga de esta forma - sostenía -, nada tan agradable como pasar de un placer a otro, no cabe el fastidio de tener que volver a empezar.

Pues la señora Dolmène era una criatura encantadora que calculaba al máximo todas las sensaciones del amor, muy pocas mujeres las analizaban como ella y gracias a su talento había comprendido que, bien mirado, dos amantes valían mucho más que uno sólo; en cuanto a la reputación, daba casi lo mismo, el uno tapaba al otro, la gente podía equivocarse, podía tratarse siempre del mismo que iba y venía varias veces al día, y en lo que atañe al placer, ¡qué diferencia! 

La señora Dolmène tenía un miedo cerval a los embarazos y convencida de que su marido no cometería nunca con ella la locura de estropearle el tipo, había asimismo calculado que con  Música dos amantes existía mucho menos peligro de lo que tanto temía que con uno sólo, pues -decía ella como bastante buena anatomista- los dos frutos se destruyen entre sí.

Cierto día, el orden establecido en las citas se alteró y nuestros dos amantes, que no se habían visto nunca, se hicieron amigos de una manera bastante divertida, como vamos a ver:

Des-Roues era el primero, pero había llegado demasiado tarde y, como si fuese cosa del diablo, Dolbreuse, que era el segundo, llegó un poco antes.

El lector inteligente se dará cuenta enseguida de que la combinación de estos dos pequeños errores debía abocarles a un encuentro inevitable; se produjo, por supuesto.

Pero mostremos cómo sucedió y si es posible aprendamos de ello con todo el recato y el comedimiento que exige semejante materia, ya de por sí de lo más licenciosa.

A instancias de un capricho bastante singular - y los hombres son propensos a tantos - nuestro joven militar, cansado del papel de amante, quiso interpretar por un momento el de amada; en lugar de tenderse amorosamente abrazado por los brazos de su divinidad, prefirió abrazarla a su vez; en una palabra, lo que suele quedar debajo, él lo puso encima, y tras este intercambio de papeles quien se inclinaba sobre el altar en el que habitualmente tenía lugar el sacrificio era la señora Dolmène, que desnuda como la Venus Calipigia y tendida como estaba sobre su amante, enseñaba, en línea recta con la puerta de la habitación en la que se celebraba el misterio, eso que los griegos adoraban con tanta devoción en la estatua que acabamos de citar, esa región tan hermosa, en una palabra que, sin que tengamos que irnos demasiado lejos para poner un ejemplo, cuenta en París con tantos adoradores. Tal era su postura cuando Dolbreuse, que tenía la costumbre de entrar sin más preámbulos, abre la puerta tarareando una cancioncilla y por todo panorama se le presenta aquello que, según se dice, una mujer verdaderamente honesta no debe nunca mostrar.

Lo que habría colmado de júbilo a tantísima gente, hace retroceder a Dolbreuse.

- ¡Qué veo! -exclamó-, ¡Traidora... ! ¿Esto es, pues, lo que me reservas?

La señora Dolmène, que en ese preciso instante se encontraba en una de esas crisis en las que la mujer actúa mejor de lo que razona, se apresuró a contestar a semejante pretensión:

- Pero, ¿qué diablos te pasa? - pregunta al segundo Adonis sin dejar de entregarse al primero-. No veo porqué ha de decepcionarte nada de esto; no nos molestes, amigo mío, y acomódate aquí, que puedes; como bien puedes ver hay sitio para los dos.

Dolbreuse, que no puede contener su risa ante la sangre fría de su amada, comprendió que lo mejor era seguir su consejo, no se hizo de rogar y parece ser que los tres ganaron con ello.

Ésta era la vida de la señora Dolmène hasta que aconteció la muerte de su viejo marido. Al producirse, abandonó definitivamente la tienda, a sus amantes y dos años más tarde contrajo nuevas nupcias con el señor de Sernenval, más joven que su anterior esposo y se dispuso a vivir una nueva y singular relación marital. 

Sernenval, de unos cuarenta años de edad con doce o quince mil libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el titulo honorífico de "Burgués de París" con miras a conseguir un cargo de regidor, había contraído matrimonio con ella, en aquel momento la joven y muy apetecible viuda de uno de sus antiguos colegas, la cual ya tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años.

La ahora señora de Sernenval seguía siendo la de siempre.

Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes, no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la mismísima diosa del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados y todo lo demás tan a propósito para despertar el deseo, que había muy pocas mujeres hermosas en París a las que no se la hubiera preferido. Pero la señora de Sernenval, dotada de tantos atractivos, adolecía ahora, por contra de su vida anterior, de un defecto capital en su espíritu... una mojigatería insoportable, una devoción crispante y un tipo de pudor tan ridículo y tan excesivo que a su marido le era imposible convencerla para que se dejara ver cuando estaba en compañía de sus amistades.

Llevando su santurronería al extremo, era muy raro que la señora de  Sernenval accediera a pasar con su marido una noche completa e incluso en ocasiones en que se dignaba a concedérsela, lo hacía siempre con las mayores reservas y con un camisón que no se quitaba jamás. Un dispositivo artísticamente trabajado en el pórtico del templo del himeneo que sólo permitía la entrada con la expresa condición de que no hubiera ningún contacto deshonesto ni la menor relación carnal; la señora de Sernenval hubiera montado en cólera si hubiese intentado franquear las barreras que su modestia fijaba y si su marido hubiera tratado de hacerlo habría corrido, de seguro, el peligro de no recobrar jamás el favor de esta sensata y virtuosa mujer.

El señor de Sernenval se reía de todas estas mojigangas, pero como adoraba a su mujer tenía a bien respetar sus limitaciones; a pesar de ello, a veces trataba de sermonearla y le demostraba con toda claridad que no es pasándose la vida en las iglesias o en compañía de los curas como una mujer honesta cumple realmente con sus deberes,   que primero están los de la casa, necesariamente desatendidos por una devota, y que haría más honor a los designios del Eterno viviendo en el mundo de una manera honrada que yendo a enterrarse en los claustros y que corría mucho más peligro con los «sementales de María» que con esos leales amigos, cuyo trato ridículamente evitaba. 

- Tengo que conoceros y amaros tanto como lo hago -añadía a lo anterior el señor de Sernenval- para no estar seriamente preocupado por vos durante todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que en ocasiones no os abandonáis más bien sobre el blando lecho de los levíticos que al pie de los altares de Dios? No hay nada tan peligroso como esos bribones de curas; hablándoles de Dios es como seducen siempre a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y siempre es en su nombre en el que nos deshonran o nos engañan. Creedme, querida amiga, uno puede ser honesto en cualquier sitio; no es ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo donde la virtud erige su templo, sino en el corazón de una mujer prudente y las honestas amistades que os ofrezco nada tienen que no se avenga al culto que le profesáis... En el mundo pasáis por una de sus más fieles sacerdotisas: yo también lo creo, pero, ¿qué pruebas tengo de que merezcáis realmente esa reputación? Mucho más lo creería si os viera hacer frente a alevosos ataques; la virtud de aquella esposa que no corre nunca el riesgo de ser seducida no es la que sale mejor parada, sino la de esa otra que tan segura se siente de sí misma que, sin temor alguno, se expone a cualquier cosa.

La señora de Sernenval nada respondía a todo esto, pues evidentemente la argumentación no admitía réplica alguna, pero se ponía a llorar, recurso común a las mujeres débiles, seducidas o falsas, y su marido no se atrevía a seguir adelante con la lección.

Así estaban las cosas tras casi cuatro años de matrimonio, cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes, llega desde Nancy para verle y para resolver al mismo tiempo ciertos negocios que tiene en la capital. 

Desportes era un vividor, de la edad de su amigo poco más o menos, y no menospreciaba ninguno de los placeres que la naturaleza bienhechora concede al hombre para que olvide las desdichas con que le abruma; no pone la menor objeción a la oferta que le hace Sernenval para alojarse en su casa, se alegra de verle, y al mismo tiempo se extraña de la severidad de su mujer, quien, desde el momento que sabe la presencia de este extraño en la casa, se niega a dejarse ver en absoluto y ni siquiera baja a las comidas. Desportes cree que está molestando y quiere buscar alojamiento fuera, pero Sernenval se lo prohíbe y le confiesa al fin las ridiculeces de su tierna esposa.

- Perdonémosla -le dice Sernenval-, ella compensa esos defectos con tan innumerables virtudes que ha conseguido mi indulgencia, y me atrevo a pedir también la tuya.

- Encantado -contesta Desportes-, puesto que no hay nada personal contra mí, todo se lo tolero y los defectos de la esposa de aquel a quien estimo nunca han de ser a mis ojos sino respetables virtudes.

Sernenval abraza a su amigo y ya no se ocupan más que de placeres.

Sin la estupidez de dos o tres cernícalos que desde hace cincuenta años dirigen en París el gremio de las mujeres públicas, y en particular la de un pícaro español, que ganaba cien mil escudos al año en el reinado anterior, con el tipo de inquisición de que vamos a hablar; sin el zafio rigorismo de esas gentes, no hubiera concebido la ridícula idea de obligar a esas criaturas a rendir una cuenta minuciosa de aquella parte de su cuerpo que más solaza al individuo que las corteja, que constituye una de las mejores maneras de gobernar el Estado, uno de los resortes más seguros de gobierno y, en fin, uno de los pilaresde la virtud. 

Entre un hombre que admira unos pechos, por poner un ejemplo, y aquel otro que contempla la curva de una cadera, existe sin lugar a dudas la misma diferencia que entre un hombre honrado y un bribón, y que el que cae dentro de uno u otro de estos apartados -depende de la moda- no tiene que ser por necesidad el peor enemigo del Estado. 

Sin todas estas zafias vulgaridades, repito, no hay duda de que dos laudables burgueses, el uno con una esposa timorata y soltero el otro, podrían ir a pasar una o dos horas, con toda legitimidad, a casa de una de esas damiselas. Pero con estas absurdas infamias que congelan el deseo de los ciudadanos, a Sernenval ni se le pasó por la cabeza hacer a Desportes la menor sugerencia sobre esta clase de disipación. Este, dándose cuenta de ello y sin sospechar los motivos, preguntó a su amigo por qué le había propuesto todos los placeres de la capital y ni tan siquiera le había hablado de éstos. Sernenval echa la culpa a la impertinente inquisición, pero Desportes se ríe de ella y declara a su amigo que a pesar de las listas de los alcahuetes, los informes de los comisarios, las declaraciones de los alguaciles y todas las demás modalidades de picaresca establecidas por el patrón sobre este sector de los placeres de la pueblerina Lutecia, que, por encima de todo, quiere ir a cenar con unas rameras.

- Escucha -le contesta Sernenval-, me parece muy bien, incluso te serviré de introductor como prueba de mi filosófica manera de pensar sobre esta materia, pero por una delicadeza, que espero no vayas a censurar, por los sentimientos que al fin y al cabo debo a mi mujer, y que no puedo traicionar, me permitirás que no participe en tus placeres, yo te los procuraré, pero no pasaré de ahí.

Desportes se burla un poco de su amigo, pero viéndole decidido a no dar su brazo a torcer, lo acepta y salen.

La célebre Madamme Juliette fue la sacerdotisa del templo en el que se le ocurrió a Sernenval inmolar a su amigo.

- Lo que necesitamos es una mujer de confianza -dice Sernenval-, una mujer honrada; este amigo para el que solicito vuestros cuidados, va a quedarse muy poco tiempo en París, y no le gustaría tener que dar malas referencias en su provincia y que vos perdierais allí vuestra reputación; decidnos con franqueza si tenéis eso que le hace falta y que bien sabéis que ha de hacerle disfrutar.

- Escuchad -contestó Madamme Juliette.- me doy perfecta cuenta de a quién tengo el honor de dirigirme, no suelo engañar a gente como vos, voy a hablaros, pues, como mujer franca y mis actos os demostrarán que en efecto lo soy. Tengo lo que buscáis, sólo falta fijarle precio, es una mujer adorable, una criatura que os ha de cautivar tan pronto como la oigáis... En fin, lo que nosotras llamamos un bocado de monje, y bien sabéis que esa clase de gente son mis mejores clientes que no les doy lo peor que tengo. Hace tres días el señor obispo de Montparnasse. me dio por ella veinte luises, el arzobispo de La Rochelle pagó cincuenta ayer y esta misma mañana me ha proporcionado otros treinta del coadjutor de... Os la ofrezco por diez, señores, y, para seros sincera, esto por merecer el honor de vuestra estima, pero hay que ser puntuales en el día y la hora, pues está sujeta a su marido, un marido tan celoso que no tiene ojos más que para ella; como sólo dispone de los ratos en que consigue zafarse, no hay que retrasarse ni un minuto en la hora que señalemos...

Desportes regateó un poco; ninguna ramera cobró en su vida diez luises en toda la Lorena, pero cuanto mas insistía, más se le elogiaba la mercancía; por fin aceptó, y el día siguiente, a las diez en punto de la mañana, fue la hora escogida por la cita.

Sernenval no deseaba tomar parte en esta aventura, ya que no era tan sólo ir a almorzar, y por eso habían elegido esa hora para Desportes, prefiriendo despachar temprano el asunto para poder consagrar el resto del día a deberes más importantes que cumplir.

Llega la hora, nuestros dos amigos se presentan en casa de su encantadora alcahueta, un gabinete iluminado únicamente por una luz tenue y voluptuosa alberga a la diosa a la que Desportes va a ofrecer su sacrificio.

- Dichoso hijo del amor - le dice Sernenval, empujándole hacia el santuario-, corre a los voluptuosos brazos que hacia ti se tienden, y sólo después ven a darme cuenta de tu placer; yo me alegraré de tu felicidad y como no he de sentirme celoso ni por asomo, mi alegría será, por tanto, mucho más pura.

Nuestro catecúmeno entra, y ella, el placer puro según Madamme Juliette, está de pié ante un gran espejo mientras espera un hombre para su cuerpo, un hombre que hoy es Desportes.

Maneja sus cabellos que reflejan la luz de los candiles con destellos de fuego y oro. Su camison de gasas y encajes es incapaz de esconder ni esas formas de hembra ni esos pechos tán firmes y apetecibles.

Desportes siente que algo en él empieza a cobrar vida cuando, al acercarse, al estar tán cerca de ella como para sentir su calor, el camison se desliza desde los hombros y luego, una vez en el suelo, como surgido del mismísimo paraiso, los candiles iluminan el voluptuoso cuerpo de la Diosa.

Desportes se está excitando más que nunca y pasando por detrás de ella, encierra sus senos entre las manos. Son increiblemente suaves y siente temblar de placer a la joven.

Cada vez más excitado, la fuerza a dárse la vuelta. Amasa con los dedos los globos de maravillosa suavidad, los apreta con las palmas de sus manos, los estruja el uno contra el otro y después tira de ellos para apartarlos; pellizca los pezones, mete la cara en el surco que los separa y muerde su circunferencia.

Pasandole un brazo por la cintura, desliza la otra mano por entre sus piernas y explora las partes púdicas hasta que localiza el altar de Venus. Allí aferra su mano.

Tres horas enteras apenas fueron suficientes para su homenaje; por fin sale y asegura a su amigo que no había visto en toda su vida nada parecido y que ni la mismísima diosa del amor le habría hecho gozar de aquel modo. 

- ¿Con que es deliciosa? -pregunta Sernenval medio inflamado ya.

- ¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar ninguna expresión que pudiera darte una idea de cómo es, e incluso en ese preciso momento en que toda ilusión es aniquilada, sé que ningún pincel podría pintar el torrente de placer en que me ha sumergido. A los encantos que ha recibido de la naturaleza, une un arte tan sensual para hacerlos valer, sabe añadir un punto, una atracción tan auténtica, que aún sigo sintiéndome como ebrio... Oh, amigo mío, pruébalo, te lo suplico, por muy acostumbrado que puedes estar a las bellezas de París, estoy seguro de que me reconocerás que ninguna otra vale en tu opinión lo que ésta.

Sernenval sigue firme, pero, no obstante, llevado de cierta curiosidad, ruega a Madamme Juliette que haga pasar a la joven por delante de él cuando salga del gabinete... Le dice que muy bien; los dos amigos se quedan de pie para poder verla mejor, y la princesa pasa llena de altivez...  

¡Santo cielo, cómo se queda Sernenval cuando reconoce a su mujer! Es ella... Es esa puritana que no se atreve a bajar por pudor delante de un amigo de su esposo y que tiene la osadía de ir a prostituirse a una casa como aquella.

- ¡Miserable! -exclama enfurecido.

Pero en vano intenta lanzarse sobre la pérfida criatura, ella le había visto en el mismo instante en que la habían reconocido y ya estaba lejos del establecimiento. Sernenval, en un estado difícil de describir, decide desahogarse con Madamme Juliette; ésta se excusa por su ignorancia, y asegura a Sernenval que hacia más de cuatro años, es decir, mucho antes de la boda del infortunado, que esa joven venía acudiendo a su casa.

- ¡Esa maldita! -exclama el desventurado esposo, al que su amigo trata en vano de consolar-. Pero no, es mejor así, desprecio es todo cuanto le debo, que el mío la cubra para siempre y que con está prueba cruel aprenda que nunca se debe juzgar a las mujeres, dejándose guiar por su hipócrita
máscara.

Sernenval volvió a su casa, pero no encontró ya a su ramera, ella había hecho su elección, él no se preocupó; su amigo, no deseando imponer su presencia después de lo ocurrido, se despidió al día siguiente, y el infortunado Sernenval, solo, desgarrado por el odio y por el dolor, redactó una «octavilla» contra las esposas hipócritas que nunca sirvió para corregir a las mujeres y que los hombres no leyeron jamás.

FIN DEL RELATO

Acerca del Marqués de Sade (1740-1814).

Nombre familiar de Donatien Alphonse François, marqués de Sade, escritor francés de novelas, obras de teatro y tratados filosóficos, más conocido por sus obras eróticas, prohibidas durante mucho tiempo. Nació en París y luchó con el Ejército francés en la guerra de los Siete Años. En 1772 fue juzgado y condenado a muerte por diversos delitos sexuales. Escapó a Italia pero regresó a París en 1777 y fue detenido y encarcelado en Vincennes. Tras seis años en esta prisión fue trasladado a la Bastilla y en 1789 al hospital psiquiátrico de Charenton. Abandonó el hospital en 1790 pero fue detenido de nuevo en 1801. Rodó de prisión en prisión y en 1803 ingresó otra vez en Charenton, donde murió.

En muchos de sus escritos, como Justine o los infortunios de la virtud (1791), Juliette o las prosperidades del vicio (1796), Los 120 días de Sodoma (publicada póstumamente) y La filosofía en el tocador (1795), Sade describe con gran detalle sus diversas prácticas sexuales. Así, el término sadismo se emplea en psiquiatría para designar el tipo de neurosis que consiste en obtener placer sexual infligiendo dolor a otros. Su filosofía considera naturales tanto los actos criminales como las desviaciones sexuales.

Sus obras fueron calificadas de obscenas y hasta bien entrado el siglo XX estuvo prohibida su publicación.

Con Sade todo vale.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Desde aquí puedes participar tambien tú.