viernes, 4 de marzo de 2011

Otro cuento de Saki, como el viernes pasado

¿Y si pongo aquí otro cuento como el de la semana pasada?

De H.H.Munro “Saki”, El Ratón

Desde la infancia hasta ya entrada la edad madura, Theodoric Voler había sido criado por una madre solícita cuya única preocupación era mantenerlo a resguardo de lo que llamaba las crudas realidades de la vida. Al morir dejó a Theodoric en un mundo que era tan real como de costumbre y mucho más crudo de lo que él consideraba necesario.

Para un hombre de su temperamento y crianza, aun un viaje por tren estaba colmado de pequeñas molestias y disonancias menores. Y al acomodarse una mañana de septiembre en un compartimento de segunda clase, fue consciente de sentimientos desapacibles y una general crispación mental.

Había estado alojándose en una vicaría de campo cuyos residentes no se habían mostrado por cierto ni brutales ni orgiásticos, pero la supervisión doméstica había adolecido de esa flojera que invita al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación no fue adecuadamente preparado, y cuando se acercó el momento de la partida, el criado que debía haberlo traído no se encontraba por ninguna parte.

En ésta emergencia, Theodoric, con mudo pero muy intenso disgusto, se vio obligado a colaborar con la hija del vicario en la tarea de uncir al pony, para lo cual fue necesario andar a tientas por un mal iluminado cobertizo al que llamaban establo y que olía como tal, salvo por los trechos en los que olía a ratón.

Sin llegar a temer a los ratones, Theodoric los clasificaba entre los crudos incidentes de la vida y consideraba que la Providencia, con un pequeño esfuerzo de coraje moral, podría haber reconocido desde mucho atrás que no eran indispensables y retirarlos de la circulación.

Al partir el tren de la estación, la nerviosa imaginación de Theodoric lo acuso de exhalar un ligero olor a establo y posiblemente de exhibir una o dos briznas de paja en su traje, habitualmente bien cepillado. Afortunadamente la única ocupante del compartimento, una señora de la misma edad suya aproximadamente, parecía más inclinada la sueño que al escudriñamiento; el tren no debía detenerse hasta llegar a la estación terminal, lo que haría en alrededor de una hora, y el compartimento era uno de esos antiguos, sólo accesibles desde el exterior y sin comunicación ni con otro compartimento ni con corredor alguno, con lo que era posible que ningún otro compañero de viaje irrumpiera en la semiintimidad de Theodoric. Y, sin embargo, apenas había alcanzado el tren su velocidad normal, cuando advirtió a su pesar, pero sin lugar a dudas, que no se encontraba a solas con la dormida señora, ni siquiera se encontraba a solas dentro de sus propias ropas.

Un movimiento cálido y estremecedor junto a su carne, delataba la inoportuna y odiada presencia, invisible pero rotunda, de un ratón que evidentemente había llegado a su presente refugio durante el episodio del pony y sus arneses. Golpecitos y sacudidas furtivas y aun furiosos pellizcos resultaron ineficaces para desalojar al intruso. Theodoric se recostó contra los cojines de su asiento y trató de concebir rápidamente un medio para acabar con esta obligada posesión compartida de sus ropas. Era impensable que durante el curso de toda una hora tuviera que permanecer en la horrible posición de un albergue para ratones errantes (su imaginación ya había doblado por lo menos el número de invasores).

Por otra parte, nada menos drástico que una parcial desnudez lo libraría del torturador, y desvestirse en presencia de una dama, aun con propósito tan laudable, era algo que sólo de pensarlo le hacía arder las orejas de vergüenza. En presencia del bello sexo no había logrado nunca decidirse siquiera a la prudente exposición de unos calcetines calados. Y sin embargo... La dama en este caso, según todas la apariencias, se encontraba profundamente dormida.
El ratón, por otra parte, parecía estar tratando de alcanzar algún record Guinness en velocidad de trepado. Si alguna verdad hay en la teoría de la reencarnación, concretamente en animales, este ratón, sin duda, debió haber sido en una vida previa miembro de un Club de Alpinismo. Algunas veces la ansiedad le hacía perder pie y resbalaba unos centímetros; y luego, asustado o más probablemente indignado, le daba un mordisco.
Theodoric se empeñó en la empresa mas audaz de su vida.

Rojo hasta alcanzar el color de los tomates y sin cesar de lanzar agónicas miradas a su compañera de viaje, aseguró con rapidez y sin ruido los extremos de su manta de viaje a ambos lados del compartimento, de modo que quedó éste dividido por una cortina transversal. En el estrecho cuarto de vestir que así había improvisado, procedió con violenta prisa a despojarse parcialmente, y al ratón totalmente, de las circundantes envolturas de telas de tweed y lana. Cuando el ratón, liberado, saltó al piso frenéticamente, la manta, que se había soltado de ambos extremos, también se vino abajo con un sordo ruido capaz de coagular la sangre en las venas, y casi simultáneamente la señora despertó y abrió los ojos. Con un movimiento casi más veloz que el del ratón, Theodoric se apoderó de la manta y rodeó su desnudo cuerpo hasta el mentón con sus amplios pliegues, y se desmoronó luego en el rincón más alejado del compartimento. La sangre le corría y le latía por las venas del cuello y la frente, mientras esperaba atontado oír la campana de alarma que, sin duda, su compañera de viaje haría sonar, al confundirle con un atacante sexual. La señora, sin embargo se contentó con mirar en silencio a tan extrañamente trajeado compañero. ¿Cuánto habría visto, se preguntaba Theodoric, y, en todo caso, qué pensaría de su presente condición?

-Creo que he pescado un buen resfriado -aventuró desesperado.

-Realmente lo siento -replicó ella-. Le estaba por pedir que me abriera la ventanilla.

-Me figuro que es malaria -añadió con un ligero castañeteo en los dientes, provocado tanto por el miedo que sentía como por el deseo de prestar apoyo a su teoría.

-Tengo algo de Brandy en el bolso, si tiene usted la bondad de alcanzármelo -dijo su compañera.

-Ni por todo el oro... quiero decir, nunca tomo nada para prevenirla -le aseguró con seriedad.

-Supongo que la pescó en los Trópicos.

Theodoric, cuya relación con los Trópicos se limitaba a una caja de té que un tío suyo residente en Ceilán le obsequiaba anualmente, sintió que también la malaria le abandonaba. ¿Sería posible, se preguntó, ir revelando poco a poco la verdadera situación?

-¿Les teme usted a los ratones? -aventuró enrojeciendo más aún, si fuera posible.

-No, a no ser que se presenten en cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué lo pregunta?

-Sólo hace un instante tenía uno que me andaba por dentro de la ropa -dijo Theodoric con una voz que apenas parecía la suya-. Fue una situación sumamente incómoda.

-Debió haberlo sido, si usa usted ropas ajustadas, aunque los ratones tienen ideas muy extrañas sobre la comodidad -observó ella.

-Me la tuve que quitar mientras usted dormía -continuó él; luego, tragando saliva, agregó: -Al tratar de deshacerme de él llegué a... a esto.

-Despojarse de un pequeño ratón con seguridad no provoca resfriados -exclamó ella con una ligereza que Theodoric juzgó abominable.

Evidentemente había detectado su desdicha y estaba gozando de su confusión. Toda la sangre de su cuerpo pareció concentrarse para manifestar su rubor, y una agónica humillación, peor que mil ratones, le recorría el alma de arriba abajo.

Con cada minuto que pasaba, el tren iba acercándose cada vez más a la atestada y agitada estación terminal donde docenas de ojos inquisidores reemplazarían al paralizante par que lo contemplaba desde el rincón más alejado del compartimento. Había una minúscula y desesperada oportunidad que los pocos minutos siguientes debían decidir. Su compañera de viaje podría sumirse en un bendito sueño. Pero los minutos pasaban y junto a ellos la oportunidad. La mirada furtiva que Theodoric echaba de vez en cuando a su compañera de viaje, sólo descubría una alerta vigilia.

-Creo que debemos estar cerca ya -observó ella al cabo de un momento.

Theodoric ya había notado con creciente terror los grupos recurrentes de pequeñas y feas viviendas que anunciaban el fin del viaje. Las palabras actuaron como señal. Como una bestia acosada que abandona el refugio y como loca se lanza en busca de una nueva y momentánea protección, arrojó a un lado su manta y luchó frenéticamente con sus desordenadas ropas. Era consciente de las tristes estaciones suburbanas que desfilaban delante de la ventanilla, de una abrumadora sensación de martilleo en la garganta y el corazón y de un silencio glacial proveniente de ese rincón del compartimento que no osaba mirar. Luego, al volver a sentarse, vestido y casi delirante, el tren fue disminuyendo la velocidad de su marcha hasta el alto final. Y la mujer habló:

-¿Tendría la amabilidad de llamar a un mozo de carga para que me acompañe a un coche? Es una vergüenza molestarlo sintiéndose usted mal, pero cuando una es ciega se encuentra tan desamparada en una estación de ferrocarril....

Fin del relato

A propósito del autor:

H.H. Munro “Saki” como le gustaba ser llamado, (1870 - 1916) nació en Birmania, hijo del Inspector General de la policía británica; su madre murió al poco de nacer él, por lo que fue expedido a Inglaterra al cuidado de dos viejas tías solteras, empeñadas en una infatigable guerra doméstica, que le amargaron la niñez.
En esta infancia desdichada, apuntó Graham Greene, está la clave de la crueldad atildada que constituye el nervio de casi todos sus cuentos; nadie como él maneja ese humor tétrico que convierte en trivial lo horrible.

Espero que con este relato se cumpla también el pronostico de otro de sus incondicionales, Tom Sharpe:

- “Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando se haya acabado, querrás otro, y cuando los hayas escuchado o leído todos nunca los olvidarás. Se convertirán en una adicción porque son mucho más que divertidos”.

Una historia tras cada puerta. Cosas de los trenes antiguos.

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