Un viernes más llega la hora del cuento. Esta sección ha hecho que bucee mucho en mis archivos y me está permitiendo el reencuentro con mi "fondo" de relatos. Es estupendo.
Bueno.... ahora a decidir..... Voy a volver a retomar a Saki, a H.H. Munro porque me encantan, pero prometo que poco a poco iré poniendo más cosas, incluso el relato con el que me obsequió mi profesora, la que me ayudó con esto de contar cuentos y que no he compartido nunca con nadie.
Hoy, de H.H.Munro, "Saki", "La reticencia de Lady Anne"
Egbert entró en la ámplia sala en penumbra con el aire de quien no sabe si lo aguarda un arrullo o una bomba, y se encuentra preparado para cualquiera de las dos eventualidades. La brutal disputa doméstica sostenida en la mesa no había tenido final definitivo, y la cuestión era hasta que punto Lady Anne estaba de humor para renovar las hostilidades o renunciar a ellas. La postura que había asumido en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaboradamente rígida; el pince-nez, esas gafillas sujetas a la nariz de Egbert, tampoco lo ayudaban a discernir la expresión de su rostro en la penumbra de aquella tarde de diciembre.
Para quebrar el hielo que pudiera estar cubriendo la superficie, hizo una observación acerca de la mística luz que bañaba aquellos instantes. Él o Lady Anne siempre hacían esa observación entre las 4,30 y las 6 en las tardes de invierno y de otoño avanzado; formaba parte de su vida matrimonial. Carécía de respuesta fija, y lady Anne no dio ninguna.
Don Hilarión, el perro, estaba tendido sobre la alfombra persa, al calor del hogar, con soberbia indiferencia por el posible mal humor de Lady Anne. Su pedigree era tan inmaculadamente persa como el de la alfombra, y su pelaje alcanzaba ya la gloria de un segundo invierno. El criado, un español amante de las zarzuelas, lo había bautizado con el nombre de Don Hilarión. Egbert y Lady Anne lo hubieran llamado inevitablemente Pelusa, pero el sirviente los liberó de la decisión y ellos no eran obstinados.
Egbert se sirvió té. Como el silencio no daba señales de quebrarse por iniciativa de Lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo.
-Lo que dije durante el almuerzo tenía una aplicación puramente académica -anunció-; tu pareces darle un sentido personal innecesario.
Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de silencio.
El pinzón real llenó ociosamente el intervalo con una melodia de El Mesias de Handel.
Egbert la reconoció inmediatamente porque era la única melodía que el pinzón real silbaba, y les había llegado con la ganada reputación de hacerlo. Tanto Egbert como Lady Anne hubieran preferido algún motivo de “Lohengrin”, la ópera preferida de ámbos. Sobre cuestiones artísticas sus gustos eran similares. Tendían al arte honesto y explícito, un cuadro, por ejemplo, que diera claras muestras de su motivo con generosa ayuda del título. Un caballo sin jinete con las guarniciones en obvio deterioro, que entraba en un patio colmado de pálidas mujeres desfallecientes y titulado “Malas nuevas”, les sugería clara y netamente la idea de alguna catástrofe militar. Comprendían su mensaje y podían explicarlo a sus amigos de inteligencia menos lúcida.
El silencio continuaba.
En general el disgusto de Lady Anne se volvía articulado y marcadamente voluble al cabo de cuatro minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y volcó parte de su contenido en el platillo de Don Hilarión; como el platillo estaba ya lleno hasta el borde, el ademán tuvo por resultado una desagradable inundación. Don Hilarión la contempló con sorprendido interés, que se desvaneció en fingida inocencia cuando Egbert le llamó para que bebiera la leche derramada. Don Hilarión estaba preparado para desempeñar múltiples papeles en la vida, pero el de aspiradora no era uno de ellos.
-¿No te parece que nos estamos portando como unos tontos? -preguntó Egbert jovialmente.
Si Lady Anne lo creía así, no lo dijo.
-La culpa fue en parte mía -continuó Egbert con una deferencia que ya daba muestras de agotarse-. Después de todo soy un ser humano. Pareces olvidar que no soy más que un ser humano.
Insistió en ello como si se hubiera sugerido infundadamente que su constitución se acomodaba a la de un sátiro, con continuaciones cabrunas donde lo humano cesaba.
El pinzón real recomenzó la melodía de “El Messiah” de Handel.
Egbert empezó a sentirse deprimido. Lady Anne no estaba bebiendo su té. Quizá no se sintiera bien. Pero cuando Lady Anne no se sentía bien, no acostumbraba a mostrarse reticente sobre el tema. Una de sus declaraciones favoritas era: “Nadie sabe lo que me hacen sufrir las indigestiones”; pero esa falta de conocimiento sólo podía deberse a una audición defectuosa por parte de quien la estuviera escuchando, ya que el monto de información que ella ofrecía sobre el tema bastaba para una monografía.
Evidentemente Lady Anne no se sentía mal.
Egbert comenzó a pensar que el trato que se le dispensaba no era racional: naturalmente comenzó a hacer concesiones.
-Quizá -observó tomando una posición tan central sobre la alfombra como se lo permitía Don Hilarión- haya sido culpable. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con ello las cosas adquieren unas prespectivas más felices.
Se preguntó vagamente cómo podría cumplir ese propósito. En la edad madura las tentaciones lo asaltaban vacilantes y sin la mayor insistencia, como a un chico pobre que pide un regalo de navidad en febrero por la simple razón de no haberlo recibido en diciembre. No tenía más intencioón de sucumbir ante ellas que la de adquirir los cubiertos de pescado y las boas de piel que las señoras se ven obligadas a sacrificar, por medio de las columnas de anuncios, durante doce meses al año. Sin embargo, había algo de impresionante en esta no solicitada renuncia a posibles enormidades latentes.
Lady Anne no dio muestras de sentirse impresionada.
Egbert la miró nerviosamente a través de sus anteojos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era ninguna experiencia nueva. Llevar la peor parte de un monólogo era una humillante novedad.
-Voy a vestirme para la comida -anunció con voz a la que quiso dar un cierto matiz de severidad.
Al llegar a la puerta, un acceso final de debilidad le obligó a realizar un nuevo intento.
-¿No nos estamos portando como unos tontos?
“Un tonto”, fue el comentario final de Don Hilarión al cerrarse la puerta tras Egbert. Luego levantó en el aire sus aterciopeladas patas delanteras y saltó con ligereza sobre una estantería, por debajo de la jaula del pinzón real. Era la primera vez que parecía advertir la existencia el pájaro, pero en realidad cumplía un plan largamente meditado. El pinzón real, se había imaginado una especie de déspota, repentinamente se redujo a una tercera parte de su tamaño; luego sucumbió con impotente batir de alas y lastimeros píos.
El pinzón había costado veintisiete chelines sin la jaula, pero Lady Anne no dio señal de intervenir.
Lady Anne hacía dos horas que estaba muerta.
Fin del relato
A proposito del autor:
H.H. Munro “Saki” como le gustaba ser llamado, (1870 - 1916) nació en Birmania, hijo del Inspector General de la policía británica; su madre murió al poco de nacer él, por lo que fue expedido a Ingleterra al cuidado de dos viejas tías solteras, empeñadas en una infatigable guerra doméstica, que le amargaron la niñez.
En esta infancia desdichada, apuntó Graham Greene, está la clave de la crueldad atildada que constituye el nervio de casi todos sus cuentos; nadie como él maneja ese humor tétrico que convierte en tivial lo horrible.
Espero que con este primer relato se cumpla el pronostico de otro de sus incondicionales, Tom Sharpe:
“Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando se haya acabado, querras otro, y cuando los hayas escuchado o leido todos núnca los olvidarás. Se convertirán en una adicción porque son mucho más que divertidos”.
Realmente.... ¿como podríamos saber si aún vive? |
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